Hablar de los celos,
significa hablar de un afecto inherente a la vida amorosa de las personas. La
siempre compleja y singular vida amorosa que une al Sujeto con su partenaire. Freud
fue categórico al enunciar que los celos forman parte de la normalidad de la
vida anímica de los individuos, con lo cual rompió con la idea muy divulgada de
que el hecho de tener celos del ser amado es un hecho patológico. En otras
palabras, Freud barre con la idea de lo normal y lo enfermo. Freud demuestra
que no existe relación en la cual los amantes se quieren sin la intromisión de
este afecto, los celos. Vamos a decirlo todo de una vez: no hay normalidad
alguna en cuestiones de amor, lo que significa decir que no hay una forma
“normal” de vivir la relación amorosa que cada individuo entabla con su pareja
amada. Partiendo de este punto, queda claro que el afecto de los celos aparece
de una manera u otra, y que lo contrario, su total ausencia, es más un
indicador sintomático, que un signo de salud.
Ahora bien, decir que
el afecto del celo es normal, no quiere decir que deba trivializarse su
manifestación como si se tratara de un condimento indeseado pero “manejable”
por el Sujeto en la medida de lo posible, según dictan las reglas del “buen”
amor. Cuando Freud dice “normal”, no quiere decir “normalidad”, sino que apunta
a un hecho de estructura; es decir, a algo que está incrustado en la
constitución misma de la personalidad y que nadie está exento de vivenciar los
celos, de sufrirlos, incluso aquél que “no siente” celos. Y si se trata de la
manifestación de un hecho de estructura significa que tiene un significado. Un
significado oculto, no sabido por el celoso, y que sin embargo invade su vida,
condiciona sus relaciones con los otros, determina sus actos y su conducta, marca
su personalidad, e incluso percibe como dolor físico, perturbador y
angustiante, llegando a la tortura mental.
El Sujeto marcado por
los celos en su relación con el otro, se presenta como un amante ideal salvo en
el momento en que los celos han comenzado a erosionar su “confianza” en el ser
amado. Cualquier acontecimiento mínimo, cualquier hecho insignificante es
vivido por el celoso/a como un “agravio” que está dirigido a él o a ella. Y ese
agravio tiene nombre y apellido, se trata siempre de un engaño. El celoso/a se
siente víctima de una mentira oculta, y por tanto, si el ser amado lo/la
engaña, entonces tiene derecho a investigar y saber la verdad, cueste lo que
cueste. El celoso/a se vuelve un ser paranoico, perseguido/a por esa
humillación que implica el engaño. Por tanto, de ahí en más, encontrar la
prueba del engaño será el centro de todo lo que haga, piense y calcule con
respecto al ser amado. Es por este motivo que se entiende la desmesura del odio
y la violencia con que el celoso/a increpa al amado/a, pues se sostiene en una certeza: saberse,
aunque no lo haya demostrado, engañado en el amor, es decir, sentirse
desalojado como sujeto del lugar reservado para él o ella en el amor del Otro.
Ser desalojado/a del
lugar que se tiene en el Otro es vivenciado como una amenaza que atenta contra
la existencia misma del Sujeto, de ahí la angustia que acompaña la emergencia
de los celos. Al tiempo que, por otra vía, la persecución de la confesión del
engaño por parte del ser amado, se presenta contradictoria, ya que acrecentaría
el dolor del individuo sometido/a al desgarro de los celos; sin embargo, la
tenacidad de la búsqueda del secreto que el celoso/a quiere develar de boca del
otro, tiene un cariz terminal. Tiene un componente sádico: hacer del partenaire
un sujeto que se satisface en el dolor de su víctima, es decir, el Sujeto
mismo. De aquí los insultos, los reproches, y la agresión violenta.
No hay nada placentero
en el vivenciar de los celos torturantes que invaden al Sujeto. La carga de violencia
y la descarga física sobre el otro es una maniobra que el Sujeto siente como
inevitable como único medio de calmar la angustia que desborda su propia
integridad como individuo. El insulto y el golpe tienen una doble motivación:
por un lado es un dique frente un desborde de la angustia, y por otro lado, la
des-culpabilización surgida de la culpabilidad mórbida del ser amado. Es como si se dijese a sí mismo: “Si el Otro
desea mi mal, ¿qué culpa tengo yo? Yo soy la victima”.
Para el celoso/a el
amor del otro ha de ser incondicional. Y este rasgo le da esa impronta que sólo
encontramos en la vida infantil. Cuando decimos “rasgo infantil” no se quiere
decir “infancia”, “etapa evolutiva”, etc. Lo “infantil” que aquí referimos como
connotación de la vida amorosa del Sujeto, se refiere a su posición singular
fijado a un momento particular de su demanda amorosa, la cual convive con las
aspiraciones fundadas en las exigencias sociales, aunque ésta se mantenga
inconsciente, determinando las elecciones y las decisiones del Sujeto.
Si algo se vuelve
perturbador para el sujeto celoso, es saber de la fragilidad de las relaciones
amorosas. Lo sabe porque lo ha experimentado. ¿De qué manera, y cuándo? En su
misma constitución como Sujeto. Es su gran punto de interés: escudriñar en la
Verdad del Amor, así, dicho con mayúsculas. Y se sabe, hay que decirlo: no hay
garantías en el Amor y siempre se está expuesto/a a perder al Otro del amor,
pero aún sabiéndolo, para el celoso/a se vuelve un experiencia insoportable.
No obstante hay una
paradoja en la vida amorosa del celoso/a, y es la siguiente: se esfuerza
denodadamente por evitar los engaños del amor y adelantarse a la posible
pérdida del ser amado, denunciando hasta el agotamiento la inexistencia del
amor total e incondicional de su partenaire, y en el mismo acto, es él o ella,
quienes apuran el aniquilamiento del amor. Podría sospecharse que el fin último
que persigue (o mejor, por el que es perseguido) el celoso/a, es la
corroboración de que el amor es puro engaño, pura espuma de mar. Si fuese así,
el Sujeto sufre desconsolado a la vez que se satisface de haber encontrado la
“verdad del amor” que sería no otra que el desgarro irreductible que implica la
vivencia amorosa.
Por último, la
experiencia del amor para el celoso/a es una experiencia imposible. Dice desear
vivir un Amor (así, con mayúsculas) irreprochable; y se ve en forma repetitiva
vivenciando la misma escena dolorosa: el engaño, la angustia y el sentimiento
de humillación. La escena se repite con el mismo final: los reproches violentos
y la aniquilación de lo que dice anhelar. Se cierra así un círculo de pura
pérdida, en el que ambas partes de la pareja se unen en una amarga experiencia.
¿Bastará con esto para sorprenderse un día reconociendo que no se sale solo de
este círculo infernal? Hay para quienes el encuentro con un psicoanalista
funciona como un corte de la línea obligada de aquel círculo infernal.
Hasta nuestro próximo
encuentro.
(*)
Lic. Claudio Barbará
Psicoanalista
- Miembro de AUN-PSI
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