Es
evidente, o mejor, puede resultar evidente para alguien, que cuando las cosas
no andan bien en la vida que se lleva, es necesario hacer algo para cambiar ese
derrotero que, en la mayor parte de las veces, no cede en el malestar que nos
trae, pero sobre todo, nos impide vivir como desearíamos hacerlo.
Resulta también evidente que, cuando en forma reiterada nos encontramos en el mismo callejón sin salida, en la misma indecisión, en la misma situación de insatisfacción, en la misma y familiar encrucijada sin que podamos advertir cómo hemos llegado otra vez al mismo lugar, digo, resulta evidente también, que algo íntimo en nosotros, algo íntimo que nos gobierna sin pedirnos permiso, algo íntimo que incluso no sabemos qué es, es la causa secreta de nuestras “desgracias”.
Resulta también evidente que, cuando en forma reiterada nos encontramos en el mismo callejón sin salida, en la misma indecisión, en la misma situación de insatisfacción, en la misma y familiar encrucijada sin que podamos advertir cómo hemos llegado otra vez al mismo lugar, digo, resulta evidente también, que algo íntimo en nosotros, algo íntimo que nos gobierna sin pedirnos permiso, algo íntimo que incluso no sabemos qué es, es la causa secreta de nuestras “desgracias”.
No son
pocos aquellos que advierten que a lo largo de su vida, sea ésta corta o larga
en años, hay situaciones, acontecimientos, que se repiten en forma invariable;
como ocurre con aquellas mujeres que fracasan en el amor, o aquellos hombres
que fatalmente fracasan en lo laboral, por poner dos ejemplos muy simples.
Advertir la reiteración es una advertencia: quien presta atención a esos ciclos
funestos, no podrá obviar que él o ella, están implicados subjetivamente en la
reiteración de esa aparente “mala suerte”. La verdad es que no existe la
suerte, o la mala suerte. Somos en tanto sujetos responsables de las
consecuencias de nuestros actos.
Nos preguntamos
perplejos: ¿Pero si aquello que gobierna mis acciones, mis dichos, mis
decisiones, es algo tan íntimo, tan escondido en mí, que incluso yo mismo no sé
qué es, cómo podría cambiarlo? ¿Cómo es posible transformar lo que no se ve, lo
que no se puede palpar, lo que es secreto, y al mismo tiempo la esencia de lo que
soy? ¿Acaso no debería resignarme a lo que me ha tocado en suerte, y aceptar
que al fin de cuentas “yo soy así”, y es mi destino ser lo que soy? Sin embargo,
hay que decir que estas preguntas formuladas de esta manera, esconden algo
importante: ¡sólo se trata de creencias!
Y sin duda,
esas creencias cumplen su función en la economía anímica de cada sujeto. Son
herencias que hemos adoptado a lo largo de los años, desde muy temprano en la
primera infancia, hasta en los tiempos en que ya nos creemos maduros. Y la
mayor de esas creencias es suponer que somos lo que somos. Dicho de otra
manera: “Yo soy así”. Y si soy así, entonces, la suerte está echada. La
creencia de que somos de determinada manera, que es nuestra marca de nacimiento
y es inamovible, de la misma manera que la creencia de que aquello que nos
acontece en la vida ya estaba escrito, predestinado, que somos débiles o
fuertes; cobardes o valientes; inteligentes o nulos; capaces o incapaces, etc.,
es una de las creencias más apreciadas y también más sufridas y detestadas por
los individuos.
A primera
vista parece una paradoja, una contradicción, decimos que los individuos se
aferran y estiman en mucho lo que creen ser, y también decimos que los
individuos detestan y maldicen lo que suponen que son, a la vez. Sin embargo no hay contradicción: amamos y odiamos lo que somos simultáneamente, y en muchas
ocasiones con la misma intensidad. ¡Es perturbador, hay que decirlo, y
sorprendente, descubrir cuánto más nos amamos/odiamos a nosotros mismos, que a
los demás! El neurótico establece un espejismo con la presencia del otro, para
no reconocer que su blanco no es ese otro, sino su propio ser, el corazón mismo
de su “Yo soy así”.
Los
Psicoanalistas estamos acostumbrados a escuchar en boca de nuestros pacientes esas
quejas: “no estoy conforme con lo que soy”, “deseo llevar otra vida que la que
me ha tocado vivir”; y llegar a la honesta y perturbadora conclusión que
siempre evitó confesarse: “no sé quién soy”, “no sé por qué hago tal o cual
cosa, cuando en realidad quiero todo lo contrario”. Perturbador sí, pero
aliviante, puesto que no es lo mismo sentirlo que decirlo. El decir hace signo.
El decir es un acontecimiento que produce una verdad. No cualquier verdad, sino
la propia, que es única y singular. Y no en cualquier ocasión o en cualquier
lugar; sino en la experiencia psicoanalítica, que es el único espacio que puede
albergar lo más heroico y lo más vergonzante que un sujeto puede decir de sí
mismo.
¿Y por qué
alivia en primer lugar, y además cambia el surco por donde parecía que era el
único sendero por el cual se podía caminar? Porque ha caído aquello que se
tenía por una certeza, y que sólo era una creencia, es decir, un prejuicio muy
íntimo. Se cayó el “Yo soy así”, que ata al individuo con fuertes cadenas a la
poderosa inercia de un sufrimiento insensato; aunque no por insensato menos
torturante y esclavizante.
Sobre las certezas, prejuicios y falsas creencias en
las que los individuos hipotecan su felicidad posible; aferrándose
con tozudez a pesar de los perjuicios que les trae a sus vidas, hay mucho más que decir, pero será en otra ocasión. Saludos, y hasta el próximo
encuentro.
(*) Lic. Claudio Barbará
Psicoanalista - Miembro de AUN-PSI
Psicoanalista - Miembro de AUN-PSI
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